A los pocos días de sucedido esto, salí a caminar por
las maravillosas calles de Cuzco, con el afán de conseguir tan preciado
símbolo. Busqué y busqué, pero no la pude encontrar por ningún lado.
Decepcionado, me encaminé al hospedaje donde estaba alojado. Una leve llovizna
como es costumbre en aquellos lares, humedecía mi cara y me consolaba. Cuando
de repente, detrás de una antigua casa, surgió de las sombras un ser extraño,
su rostro algo sombrío y lúgubre, me hizo dar escalofríos.
Me
miró a los ojos con mucha bondad y humildad. Me tomó de la mano y me llevó bajo
un tejado enmohecido que sobresalía cerca de la esquina. En ese mismo instante
comprendí quien era y que proposiciones siniestras tenía: ¡Era un vendedor ambulante
de esos tantos que te acosan en la calle y utilizan las más escalofriantes
técnicas para lograr su propósito!
-
Yo sé amigo lo que anda buscando... - comenzó hablar el vendedor - ... Pero
como siempre, busca donde no hay que buscar. Yo sé lo que son las quimeras,
entiendo lo que me dice el viento cuando silba cerca de mis oídos, lo que vale
derramar una lágrima sobre el pecho yerto de una ilusión, escucho el silencioso
canto de una flor cuando abre sus pétalos al sol, ...
Presa del miedo quise escapar
pero me encontraba como en un estado de éxtasis en el que no entendía nada,
todo giraba a mí alrededor, las calles ya no sé si eran de Cuzco, Mendoza u
otra ciudad. Mi cabeza era un verdadero torbellino de imágenes, locas ideas
surcaban mi imaginación. Mi interlocutor seguía hablando, pero como si se
dirigiera ahora a otras personas.
- ¡Oh...! ancestrales dioses
pisoteados por la prepotencia de la cultura de la ambición, los invoco ante mí
para mostrar el espíritu virgen de la naturaleza humana.
El
cielo se cubrió de tinieblas y ante mí empezaron a desfilar un montón de
espectros que danzaban al ritmo de una alegre melodía pero que en el fondo
trasmitía un dolor muy profundo. Estos estaban vestidos con bellos ropajes y
tejidos. Pude distinguir entre ellos agricultores, alfareros, guerreros,
sacerdotes, las vírgenes del Sol y hasta el propio Inca y su Coya con aire
majestuoso, los cuales dirigían esta tan fantástica manifestación. De entre la
multitud, se acercó hasta donde yo estaba un hombre que tenía el pecho y la
cabeza ornamentada con admirables piezas de oro que resplandecía de una forma
indescriptible, además arropado con los más finos tejidos que halla visto.
El vendedor me dijo por lo
bajo, que ese señor era el mismo Manco Cápac, hijo del Sol y primer Inca. Una
vez frente a mi me penetró con su mirada fuerte, se arrimó y suavemente me
susurró al oído de que el hombre a veces se limita a ser hombre y no a ser
humano, olvidándose de los valores y sus virtudes, cayendo fácilmente en el
egoísmo de erigirse en su orgullo y en su propia bienaventuranza. Luego siguió,
incitándome a la difícil búsqueda de los valores fundamentales de la vida y
dijo me que nuestras almas tienen un par de alas y pocos logran descubrirlas y
darles uso. Muchas más palabras llenó mi espíritu aquel personaje, pero la
música se iba acelerando cada vez más al igual que el paso de los
fantasmagóricos bailarines y el sonido se volvía ensordecedor.
De repente todo se empezó a
desfigurar, el Inca se desvaneció, de la multitud empezaron a oírse dolorosos
lamentos y los personajes que antes desfilaban y danzaban ante mi, empezaron a
lanzar vómitos de sangre que cubrieron
el empedrado de un tono sanguinolento, de sus cuerpos ensangrentados salieron
enormes gusanos que empezaron a escurrir en un verdadero cauce rojo que se
había formado. Poco a poco esta imagen se fue esfumando hasta que todo se
volvió polvo, el cual fue barrido por una brisa fresca cargada de olor a
rocío.
El hombre se acercó, me puso
la mano en el hombro y me dijo:
-
Nunca olvide lo que ha visto. Yo, con muchos otros vivimos una batalla que a
esta altura es inganable y nuestro peor enemigo es el olvido. Trate desde lo
más profundo de su corazón seguir luchando junto con los muchos más que hay en
el mundo contra esta carrera de deshumanización que recibe nombres como
progreso. Le concedo humildemente este obsequio que sé que lo va apreciar
mucho, porque en él se encuentran todos sus valores, el idealismo, su vida.
Diciendo
esto me entregó la Cruz Andina, tallada en piedra. Balbuceé unas palabras inentendibles
y él me hizo entender con la mirada que no tenía nada para decir.
Bajé
mi mirada al suelo y busqué algo de dinero en mi bolsillo para pagarle lo que
le debía. Alcé mi mirada, pero éste ya no estaba más. Un remolino de viento
caliente pasó a mi lado dejando para siempre un dulce aroma de otoño en mi
vida.
Encendí
un cigarrillo y mientras mis pulmones se llenaban de humo pude deslumbrar un
poco las oscuridades de mi alma. Lentamente exhalé en pequeñas bocanadas y
emprendí la marcha sin rumbo, de esas que se emprenden cotidianamente cuando
uno esta absorto en sus pensamientos, quizás planeando una travesía a lo largo
de los mares desconocidos que uno guarda en su interior, no sé, no me acuerdo
sinceramente. Mi rostro esbozó una simple, pero satisfactoria sonrisa. En fin,
creo que mi suerte ya estaba echada, mi alma acababa de encontrar un par de
alas. ¿Quién podrá privarme el derecho de levantar vuelo cada vez que llegué el
alba?