Marcelo era
un tipo muy particular, idealista hasta más no poder, soñador empedernido,
triste y melancólico por despecho propio, serían las palabras apropiadas para
definir su perfil. Gran parte de su tiempo deambulaba en un verdadero universo
colmado de fantasía e ilusiones, su mundo interior era el refugio donde se
sentía seguro de si mismo y donde manejaba las cosas a su antojo. A veces el
grado de abstracción era tal que le costaba mucho diferenciar la fantasía de la
realidad. Esto lo frustraba fácilmente, formando con el tiempo un carácter
pesimista ante la vida.
El dolor lo
hacía sentir vivo, cuando se sentía mal, trataba de hacer todo lo posible para profundizar
el dolor. Según él, era la mejor forma de cerrar las heridas del corazón. Por
eso su vida se regía por elegir el camino más difícil.
Desde muy
chico, buscó dentro suyo todo tipo de sentimientos, pensamientos y hasta un día
llegó a verle la cara al verdadero monstruo que habitaba en su interior. Había
creado una filosofía de vida muy propia, que en ocasiones revelaba algún beodo
que lo apañase, cuando se iba de copas en algún bar.
Las mujeres eran su debilidad, su forma de ser lo mantenía un
poco al margen de la vida amorosa. Se enamoraba fácilmente: la chica que se
sentaba a su lado en el colectivo, aquella que le sonreía al entregarle un
panfleto o la que se cruzaba al caminar por la avenida; eran amores que se
gestaban en su mundo, llegando a fogosas pasiones que terminaban cuando: la
chica se bajaba del colectivo o desaparecían de su vista.
Paso el tiempo: la universidad,
un trabajo mediocre y se fue quedando con un puñado de personas con las que
interactuaba, más por inercia social que por haber entablado vínculo que no fuera
del ámbito del trabajo o de la cotidianidad.
Un día se acercó a él una mujer. La había conocido años atrás,
cuando éste era un adolescente de secundaria. Ella se había sentido atraída hacia
él y más de una vez osó a declararle su pasión. Él en esos tiempos estaba muy
ensimismado, y no captó las señales de ella. No se volvieron a ver desde
entonces. Hasta que una noche se la encontró en un bar de mala espina y
empezaron a hablar.
Marcelo empezó poco a poco a fijarse en ella y una extraña
pasión empezó a despertarse en su corazón. Había días en que la amaba
entrañablemente, otros en los que se hastiaba, discutían y se separaban. Él no
quería admitirlo, pero estaba preso en el corazón de esa mujer. Ella ejercía
como un hechizo hipnótico, que hacía la relación algo enfermiza.
A medida que la relación avanzaba, se fue alejando de su pobre
circulo de personas con los que trataba. Cuando llegaba de trabajar, se sentaba en su sillón
para esperarla y se ponía a contemplar la ventana. Se pasaba todo el tiempo con
su mirada perdida en un punto cualquiera de la calle. A través de la ventana
veía pasar la vida con su lento paso. Trabajadores, pelafustanes sin remedio,
las comadres encaminándose hacia el mercado, la corrida juguetona de algún
niño, los adolescentes saliendo del colegio, una pareja besándose en la
esquina, todo lo observaba a medida que la luminosidad del día era invadida por
las tinieblas de la noche, hasta que ella llegaba.
Pasaron los años y la relación entre los dos no iba muy bien.
Discusiones, desplantes y agravios, hicieron que el vínculo entre los dos se
fuera deteriorando. Pero él, en el fondo, la quería.
Cuando las cosas
empezaron a ir mal, las esperas frente a la ventana, ya no eran con el anhelo y
la pasión de antes. Por la cabeza de él se lucubraban maléficos planes donde el
objetivo era hacerla sufrir, hasta el punto de llegar a matarla. La dicha se
apoderaba de su ser como una fiebre descontrolada, luego al sentir su alma
sucia, llena de sangre y dolor, pasaba al remordimiento, un sufrimiento que lo
angustiaba hasta llorar.
Ese jueves, cuando ella se marchó
en la mañana, él notó algo raro en su mirada. El dragón azulado de su iris le
trasmitió una sensación de miedo que lo acompañó durante todo el día.
Era de noche ya. El ruido del
picaporte lo despejó de sus cavilaciones. El sonido de la puerta al cerrarse le
hizo helar la sangre. Como era de costumbre, él se encontraba sentado en su
sillón: inmutable, quieto, paralizado… Él sabía muy por dentro que esa noche no
era como todas las demás.
La habitación estaba iluminada por un velador
que inundaba el ambiente con una luz mortecina, que, aun así, dejaba a la vista
la belleza de ella: cabellos largos y lacios de color azabache, rostro angelical
blanco como la leche, sus grandes y hermosos ojos azules, que aún se mantenían
al acecho, llenos de un fulgor macabro y que generaron tanto terror en él esa
mañana.
Ella, sin mirarlo,
lentamente empezó a sacarse la ropa, hasta quedar completamente desnuda. Su
desnudez la hacia mucho más hermosa todavía. Con pasos seguros y suaves, se fue
aproximando a él.
Él estaba inmóvil, su
mente estaba confusa, todos los músculos de su cuerpo estaban paralizados.Ella se acercó a él,
podía sentir el calor de su piel, la dulce fragancia de su cuerpo desnudo. Su
corazón se aceleraba cada vez más y una especie de frenesí se esparció en todo
su cuerpo.
Ella acercó su
delicada mano a la mejilla de Marcelo, luego lo besó tiernamente en el cuello y
luego lo miró dulcemente a los ojos, los espantosos dragones se habían esfumado
y la que lo miraba era esa tierna muchacha que había conquistado su corazón. Esbozó una sonrisa, como una niña picara que ha confesado
una travesura, tomó las manos de él poniéndolas en sus pechos fuertemente. Él
no decía nada, estaba algo pálido. Ella comenzó a sacarle lentamente la ropa
hasta desnudarlo. Luego empezó a besarlo, morderle suavemente la oreja, luego
el cuello y luego sus labios. Todo esto acompañado con sensuales movimientos de
su cuerpo.
Él se fue entregando
a los placeres de la carne, dejando el terror que lo había paralizado, para
tomar la iniciativa, entregando su cuerpo y virilidad a ella. El mundo se fue esfumando
junto con los planes macabros, su solitaria vida y el dolor de la angustia en
carne viva se iban como anestesiando mientras la penetraba frenéticamente. Ella
gemía de placer y sus gemidos iban in crescendo, eso a él lo estimulaba más.
Por primera vez tanto tiempo él sintió que verdaderamente estaban haciendo el
amor.
Cuando llegó al clímax,
el placer que inundó todo su ser… se transformó de golpe en un escalofrío que
recorrió todo su cuerpo. En ese instante, él comprendió que su suerte estaba
echada.
Marcelo y la Soledad, hicieron el
amor por última vez esa noche.
Unos vecinos
encontraron el cadáver de Marcelo unos días después. Su cuerpo maloliente y en
estado de descomposición, estaba desnudo, en su sillón y con los ojos abiertos,
como si estuviera mirando a través de la ventana, a la espera de alguien que lo
sacara de la malsana vida que la Soledad lo había llevado.
Jofer A. Quebec